jueves, 19 de julio de 2012

Psicología - Kurt Danziger Naming the mind (Nombrar la mente) PARTE 1

Nombrar la mente.
Kurt Danziger
Fuente: Danziger, K. (1997). Chap. 1: Naming the mind. In: Naming the mind. How psychology found its language.

Psicologías  alternativas
Hace muchos años, antes de que se hubiera oído acerca de los paradigmas de Kuhn, pasé dos años enseñando psicología en una universidad de Indonesia. Cuando llegué para hacerme cargo de mi tarea descubrí que uno de mis colegas indonesios ya estaba dictando un curso de psicología. Pero mientras mi materia era identificada en la agenda como Psichologi, la suya era identificada por su equivalente indonesio, ilmu djiwa. “Djiwa” significa “alma”  o psique e “ilmu” es una ciencia o una “logía”. De modo que allí había un equivalente local literal pero no estaba planeado que yo la enseñara. Pronto entendí por qué. Lo que estaba enseñando mi colega no era psicología occidental, sino algo basado en una amplia literatura local que tenía sus raíces en la filosofía hindú con agregados e reinterpretaciones javaneses. Por lo tanto los estudiantes tenían la opción de las dos psicologías, una occidental y una oriental.
En ese momento, me pareció extraño. Después de todo, si ambos, mi colega indonesio y yo, nos ocupábamos de la realidad psicológica, debía haber algunos puntos de contacto, incluso convergencias, entre nuestros campos. Seguramente nuestros modos de abordar esta realidad eran muy diferentes, pero esa diferencia podía ser usada constructivamente si podíamos combinar las características fuertes de ambos. De modo que, sin pensarlo, sugerí, a mi colega que consideráramos ofrecer seminarios conjuntos en los cuales cada uno explicaría su abordaje de un grupo de temas de la psicología seguido de un análisis de las diferencias. Muy cortésmente acordó con mi propuesta y nos sentamos a discutir los temas que abarcaríamos en el seminario. Allí fue donde empezaron los problemas. Prácticamente, parecía no haber temas que fueran identificados como tales en mi psicología y en la suya.
Por ejemplo, yo quería discutir el tema de la motivación y estaba interesado en oír qué teorías podía aportar mi colega acerca de cómo operan y se desarrollan los motivos. Pero él dijo que sería bastante difícil para él, porque desde su punto de vista la motivación no era realmente un tema. Los fenómenos que yo podía agrupar espontáneamente como “motivacionales” a él le parecían sólo una colección heterogénea de cosas que no tenían nada interesante en común. Esto, simplemente, no le parecía un campo que pudiera reconocer como un buen candidato para una teoría unificada. Por supuesto, algunos de mis ejemplos de fenómenos “motivacionales” le recordaban problemas que sí consideró importantes y acerca de los cuales podría hablar, pero entonces, desafortunadamente no estaría ya discutiendo la “motivación”. Se vería forzado a cambiar el tema. El tenía algunos temas que podía sugerir, ¿qué tal si dedicábamos un seminario a cada uno de ellos? Eso me desconcertó, no sólo porque sus temas no sólo no me eran familiares sino que me era muy difícil seguir su explicación. No me parecía que constituyeran dominios naturales y las preguntas a las que llevaban parecían estar basadas en supuestos que yo no podía compartir. Entonces él señaló que yo también estaba formulando supuestos qué el también encontraba difíciles de aceptar. Al confeccionar nuestra lista de temas y al formular nuestras preguntas acerca de ellos ambos estábamos dando muchas cosas por sentado, pero el acuerdo acerca de qué sería dado por sentado resultada difícil de alcanzar. Se hizo evidente que si íbamos a tener un seminario conjunto pronto se convertiría en una discusión acerca de problemas filosóficos, no psicológicos. Esto no era lo que yo había pensado.
Tal vez la motivación no era un buen tema con el cual comenzar. Intenté con otros: inteligencia, aprendizaje, etcétera. Pero el resultado fue el mismo. Mi colega no reconocería ninguno de ellos como campos claramente demarcados de otros. El concedía que algunos de ellos tenían características comunes, pero consideraba a las mismas como triviales o artificiales y arbitrarias. Agrupar los fenómenos psicológicos de ese modo le parecía, no sólo antinatural, sino una manera segura de evitar todas las preguntas interesantes. De manera similar, yo no podía hacer nada con los temas que él proponía, en varias oportunidades no entendía el por qué de hacer las preguntas que él quería hacer. Lamentablemente, llegamos a una situación sin salida. La serie de seminarios nunca se dictó. Si hay un modo de planificar y dar a conocer una serie tal sin un acuerdo de temas y problemas, no lo conseguimos.
Ahora bien, debo poner de relieve que la postura de mi colega indonesio no era idiosincrática. Él presentaba un conjunto coherente de ideas insertas en una tradición significativa de textos y prácticas. Estas incluían varias formas de práctica de meditación y de ascetismo que podrían ser empleadas para producir fenómenos psicológicos específicos tan confiables como muchos de nuestros experimentos psicológicos, y quizás más. Los conceptos de ilmu djiwa abarcaban estos fenómenos entre otros. Esta otra psicología no puede ser desestimada como especulación de sillón; seguramente era una disciplina en el doble sentido del término, como un cuerpo sistemático de conocimiento y de prácticas estrictamente reguladas. Aún así, ni la organización de su conocimiento ni las prácticas que promueve tienen mucho en común con sus homólogos en la psicología occidental.
Ser confrontado con mi propio exótico Doppelgänger disciplinar fue una experiencia inquietante. Era claramente posible delimitar el campo de los fenómenos psicológicos de maneras muy diferentes y aún terminar con un conjunto de conceptos que parecieran bastante naturales, teniendo en cuenta el contexto cultural correspondiente. Es más, estos conjuntos diferentes de conceptos podrían tener sentido práctico perfecto si se nos permitiera elegir la propia práctica. ¿Qué implica esto para la objetividad de las categorías con las que la psicología occidental opera? ¿Mi lista de los temas del seminario representa un “verdadero” reflejo de cómo la naturaleza ha dividido el universo psicológico? Si fuera así, la alternativa de mi colega parecería ser un reflejo totalmente distorsionado, en el mejor de los casos. Él seguramente no pensaba eso, y tampoco sus estudiantes. Para ser honesto, ninguno de nosotros tenía ninguna justificación empírica para hacer las distinciones que hacíamos, o quizás ambos la teníamos. Ambos podíamos señalar  ciertos resultados prácticos, pero son resultados producidos sobre la base de las preconcepciones con las que estamos comprometidos. Sabíamos cómo identificar cualquier cosa que se presentara en la experiencia porque teníamos un aparato conceptual establecido que nos habilita a hacerlo. El aparato, sin embargo, parece ser empíricamente inmodificable.
Mi experiencia en Indonesia no fue única. Un tiempo después, me encontré con un libro, titulado Mencius on the mind, del conocido investigador literario y lingüístico I. A. Richards (1932). En 1920 Richards pasó algún tiempo en la Universidad de Peking (como era conocida en Occidente) y se había percatado del contenido psicológico de algunos de los antiguos textos chinos. En particular, algunos escritos del filósofo Meng tzu, pintorescamente occidentalizado como “Mencius”, parecían presentar un cuerpo coherente de conceptos psicológicos. Lo que intrigó a Richards fue el hecho de que estos conceptos no tienen equivalentes modernos. Por ejemplo, había términos que él terminó por traducir por  “mente” o “deseo” aunque tiene claro que ellos no representaban lo que nosotros queremos decir con esos términos. Otro término parecía significar “sentimiento” y “tendencia” los cuales son bastante diferentes para nosotros. Por lo tanto aquí había una psicología alternativa que divide su objeto de un modo completamente diferente que nosotros.
Esto lleva a algunos cuestionamientos serios respecto de las bases de las distinciones psicológicas que tendemos a aceptar sin cuestionar.
El pensamiento chino suele no prestar atención a las distinciones que son tan tradicionales para la mentalidad occidental y tan firmemente establecidas en el pensamiento y en el lenguaje que ni las cuestionamos ni nos percatamos que se trate de distinciones. Las recibimos y las usamos como si pertenecieran incondicionalmente a la constitución de las cosas (o del pensamiento). Olvidamos que estas distinciones han sido hechas y mantenidas como parte de una tradición de pensamiento; y que otra tradición de pensamiento ni les encuentra utilidad (al estar comprometida con otros recorridos) ni puede admitirlas (Richards, 1932:3-4)
Tales consideraciones llevaron a Richards (1932:81) a plantear que “la psicología occidental se ha abstenido excesivamente de examinar  y criticar sus propias hipótesis básicas”. Estas distinciones, plasmadas en estas hipótesis están basadas en convenciones, no en observaciones no distorsionadas, por lo que sólo podemos “ver” lo que nuestro “marco de concepciones” nos permite ver[i]. Es difícil evitar estas reflexiones cuando somos confrontados con marcos alternativos en la organización del conocimiento y las prácticas psicológicos. Ciertamente, mientras enseñaba en Indonesia, nunca pude olvidar que la mía era sólo una de las posibles psicologías.
Las otras posibles psicologías que Richards y yo hemos encontrado estaban plasmadas en textos escritos, una característica que estimula la comparación directa con la psicología occidental. Pero no hay psicología inscripta textualmente, occidental o de otro tipo, que haya perdido sus vínculos con la psicología inserta en el lenguaje común. Aquellos que producen textos de contenido psicológico tienen que tomar sus términos del discurso corriente que circula en sus medios. Si no lo hicieran, no tendrían nada significativo para comunicar a aquellos a quienes están dirigidos sus textos. Cualquiera sea el tinte que se le ponga a una palabra en el marco de una tradición literaria, hay un fondo de significado comúnmente aceptado en el cual debe basarse para ser comprensible. Los lenguajes corrientes pueden, de esta manera, plasmar diferentes psicologías  tanto como los textos escritos.
Esta idea ha inspirado estudios en un campo conocido como etnopsicología. Se han generado preguntas acerca de cómo los miembros de otras culturas, independientemente de su nivel de educación, conceptualizan temas que para nosotros parecen ser típicamente psicológicos. Al nivel más simple, se puede preguntar cómo su definición de términos psicológicos difiere de la nuestra. En este sentido Wober (1974), trabajando en Uganda, obtuvo respuestas a una palabra local que los diccionarios traducían como “inteligencia”. Encontró que una característica vinculada negativamente era la velocidad, un hallazgo interesante a la luz del hecho de que una modificación profunda realizada a los tests de inteligencia norteamericanos convirtió a la velocidad en algo de fundamental importancia. También notó que las palabras africanas que indicaban habilidad mental habían sido enunciadas como haciendo referencia a cautela y prudencia, o inclusive a conocimiento o a reglas de cortesía, más que a inteligencia en el moderno sentido occidental.
Al indagar más profundamente Smith (1981) notó que la relación entre self y experiencia era representada de una manera muy diferente en la cultura Maorí en relación con occidente. En lugar de atribuirle experiencias a un “self” central ellas eran consideradas como originadas en “órganos de la experiencia” específicos identificados con nombres que no eran traducibles porque carecemos completamente de una noción tal. A la inversa, al describir la psicología popular de los marquesanos, Kirkpatrick (1985:94) halló que ellos no distinguían un dominio que correspondiera a nuestra “cognición”.
Más generalmente, los estudios etnopsicológicos han producido una gran cantidad de evidencia que coincide en la no universalidad de algunas de las distinciones básicas que forman el esqueleto conceptual de nuestras propias convenciones respecto de la clasificación psicológica. Una de estas distinciones – equivalente a una oposición- es la existente entre lo que pertenece al interior del individuo y lo que pertenece a la esfera social, totalmente afuera de este.  Tal distinción está implicada no sólo en el concepto de “simulación social” sino en la noción de “personalidad” como un conjunto de atributos individuales que existe independientemente de cualquier situación social y que puede ser descripta abstrayéndose de tales situaciones. Incluso, frente el trasfondo de una gran cantidad de evidencia de las sociedades no occidentales (Markus y Kitayama, 1991; Kitayama y  Markus, 1994), esta forma de plantear la relación individuo-sociedad aparece como culturalmente específica. Más a menudo, la descripción de las personas y sus características no están separadas de las descripciones de las situaciones sociales (por. Ej. Schwueder y Bourne, 1984). En contraste con nuestro vocabulario psicológico de las esencias intrapersonales, encontramos vocabulario de términos interpersonales cuyos significados no pueden ser transmitidos sin una explicación elaborada (por ej. Rosaldo, 1980; White, 1985,1994)[ii]
Otra distinción dada por sentado que subtiende nuestra clasificación de los fenómenos psicológicos es la que existe entre lo racional y lo irracional, lo cognitivo y lo afectivo. Separar una categoría de hechos denominados “emociones” de otra categoría de hechos identificados como “cogniciones” expresa esta distinción. No obstante esto no se corresponde con el modo en que las palabras sobre las emociones son usadas en la vida cotidiana, ya sea en nuestra cultura o en otras (Averill, 1985; Lutz, 1988). Tales palabras son usadas para hablar acerca de situaciones y problemas particularmente significativos, culturalmente definidos. Esta es la razón por la cual hay tanta variación en el vocabulario de las emociones entre las culturas (Heelas, 1986; Russel, 1991). Además, en tanto cada palabra sobre una emoción representa un escenario cognitivo, no puede suponerse que tales palabras reflejan estados psicológicos universales que no varían de una cultura a otra (Wierszbicka, 1995).
En síntesis, hay un conjunto substancial de evidencia intercultural que arroja dudas respecto de la validez universal de muchas de las categorías con las cuales la disciplina ha venida operando. A diferencia del sentido común, estas categorías no ocupan lugares extraños más allá de la cultura, sino que están insertas en una particular subcultura profesional. Hay cierta arrogancia en dar por sentado que, sólo a lo largo de una miríada de formas alternativas de hablar sobre la acción y la experiencia individual, el lenguaje psicológico americano del siglo XX refleja fielmente la estructura natural y universal de los fenómenos que llamamos “psicológicos”. Si se puede evitar tal arrogancia, debe emprenderse un examen más detallado de este lenguaje.

Las categorías de la psicología
¿Las categorías que son comunes actualmente entre nosotros, tales como cognición, emoción, aprendizaje, motivación, personalidad, actitud, inteligencia, etc., representan clases naturales?  ¿Somos  personas que casualmente han dado contra una red nomológica que refleja genuinamente lo natural, lo objetivo, las divisiones  a lo largo de clases  de hechos psicológicos? Tal vez. Pero si es así, no es por nuestros métodos superiores de investigación empírica. Porque las categorías en cuestión no fueron inventadas como consecuencia de la investigación empírica- estaban allí antes de que nadie las usara para identificar los objetos de los estudios empíricos. Los psicólogos no inventaron el concepto de “emoción”, por ejemplo, para explicar algunos hallazgos empíricos, obtuvieron ciertos hallazgos empíricos por su deseo de investigar un grupo de hechos que su cultura les ha enseñado a  distinguir como “emocionales”.
Los objetos de una ciencia usualmente están tomados para referirse a algún aspecto distintivo de una realidad cuya existencia es pensada independientemente de la ciencia de la cual son objetos. Cuando planteamos que la ciencia psicológica contribuye a nuestro conocimiento de las actitudes, los motivos, las personalidades, etcétera, asumimos que la realidad psicológica se divide a lo largo de las líneas indicadas por esta red aceptada de categorías. Una sensación no es una actitud y un motivo no es un recuerdo, aunque por supuesto puedan existir relaciones entre ellos. De manera similar, la teoría psicológica comúnmente construye hipótesis acerca de la estructura de las actitudes o las leyes de aprendizaje, pero no cuestiona que la “actitud” y el “aprendizaje” describen distintas clases que requieren cada una sus propios constructo teórico. En otras palabras, la teoría psicológica opera sobre la base de algunos preacuerdos acerca de aquello respecto de lo cual la misma se refiere.
Tradicionalmente, los psicólogos se han sentido justificados al ignorar este problema adoptando un tipo de convencionalismo. Por esta razón, la denominación de las categorías psicológicas es realmente bastante arbitraria. Los mecanismos de medición psicológicos generan productos a los que se asignan nombres. La mayor parte del tiempo, los términos del uso común son empleados con este propósito, pero en último análisis es únicamente la operación de medida la que define el significado científico del término. Si este significado científico se corresponde con el significado corriente del término es un asunto empírico, a ser resuelto estableciendo la “validación externa” del procedimiento.
El problema con esta forma de deshacerse del tema es que conjuga el sentido del término con su referente. Decir que la inteligencia es lo que miden los tests de inteligencia, por ejemplo, establece una referencia particular al término “inteligencia” pero no establece su sentido. El acto de categorizar un fenómeno siempre involucra dos decisiones. Primero decidimos qué es realmente un fenómeno con suficiente singularidad y estabilidad como para que se justifique darle un nombre. El fenómeno ahora dará una referencia a cualquier nombre que elijamos. Pero el nombre también debería ser el nombre correcto. Entonces ahora tendremos que definir cuál es el apropiado para usar en la miríada de nombres de que disponemos. Al tomar esta decisión hemos optado por el sentido particular que nuestro nombre puede tener. Sentido y referente son independientes. En la investigación psicológica a veces sucede que después de que un fenómeno ya ha sido nombrado resulta ser irreproducible. En este caso hay serias dudas acerca de si es un fenómeno real, después de todo, y por tanto podemos quedar con un término sin referencia en el mundo por fuera de la página impresa. Pero tal término todavía tendría sentido.  El término “unicornio” tiene algún sentido, aunque no haya unicornios. De manera similar el término “inteligencia”, tendría algún sentido, incluso si resultara que no hay nada en los individuos humanos que se corresponda con ese término. De manera inversa, puede haber algo allí afuera pero puede resultar que “inteligencia” sea una palabra completamente errónea para eso. En ese caso, podría haber una referencia pero nuestro sentido de qué era habría estado equivocado.[iii]
Lo que le da un sentido particular a un término es el discurso del cual es parte. Mi colega indonesio entendía el sentido de términos como “inteligencia” y “motivación” porque estaba familiarizado con ciertos textos psicológicos de occidente. Y sabía cómo eran usados estos términos en esos textos. Si no hubiera estudiado esta literatura no habría sabido qué hacer con tales términos. De manera similar, para comprender adecuadamente sus términos, yo hubiera tenido que familiarizarme con su literatura psicológica. Solamente señalar fenómenos no textuales no podría haber hecho el trabajo por ninguno de nosotros. Para comprender tales categorías hubiéramos necesitado, no solamente ejemplos positivos, sino también alguna apreciación sobre cómo cada categoría estaba inserta en relaciones de distinción, oposición, supra y subordinación, etc. respecto de otras categorías. Y eso sólo puede concluirse a partir de un discurso que las abarcara a todas ellas. Para entender qué hace ilustrativo a un ejemplo no hubiera sido suficiente observar, hubiéramos tenido que entrar en un mundo de discurso en el cual tiene lugar la categoría en cuestión. La distinción entonces, es entre un discurso que provee términos con su significado y algo afuera respecto a lo cual los términos pueden referirse. Este algo afuera puede o no ser otro discurso. Apuntar a la referencia de un término de clasificación no puede proveer su significado, a menos que nos sea dicho, o que ya conozcamos, qué características del referente lo hacen un miembro de la clase. Para esto tenemos que confiar en una interpretación discursiva de lo que observamos.
Podemos sólo comunicar (y probablemente sólo hacer) observaciones empíricas aplicando una red de categorías preexistentes. Toda descripción empírica es una exposición que ha sido organizada en términos de ciertas categorías generales. Estas categorías definen qué es lo que está siendo observado. Para que una observación sea psicológicamente relevante e interesante debe ser expresada en términos de categorías psicológicas. El informe de que el lápiz en la mano de alguien entra en contacto con un pedazo de papel a una cierta distancia desde la parte superior de la página no cuenta como una observación empírica en psicología de la personalidad. El informe de que alguien recibe cierto puntaje en la Escala de la ansiedad manifiesta de Taylor sí. No es suficiente hacer cualquier clase de observación en ciencia, deben hacerse observaciones relevantes. Y no pueden hacerse observaciones psicológicas relevantes si no se usan categorías psicológicas. Tenemos que tener algunos acuerdos sobre nociones acerca de qué es lo que estamos investigando antes de que podamos hacer contribuciones empíricas a la suma total de nuestro conocimiento compartido. Esto no quiere decir que nuestras preconcepciones sean necesariamente incorregibles. Pero cuanto más las damos por sentadas, menos nos percatamos de su existencia, y menos probabilidad hay de corregirlas cuando son puestas a prueba en la práctica.
Y esta clase de incorregibilidad puede privarnos de los frutos de nuestra investigación empírica. Nuestra tradición empírica nos ha acostumbrado a corregir constantemente nuestras teorías explícitas acerca de los tipos de hechos psicológicos a la luz de la evidencia empírica. Pero la filosofía post-empírica nos advierte acerca de otra clase de teoría, por ejemplo, los supuestos acerca de nuestro tema que están implícitos en las categorías que usamos para definir los objetos de nuestra investigación y para expresar nuestros hallazgos empíricos. Si convertimos estos supuestos en prácticamente incorregibles porque nunca los examinamos establecemos límites muy estrechos al progreso de nuestra ciencia.
Para la psicología este problema es particularmente serio porque incluso después de un siglo de práctica especializada muchos de sus términos permanecen fuertemente dependientes de acuerdo compartidos en la cultura general. La psicología pudo haber desarrollado ciertas teorías acerca de la motivación, acerca de la personalidad, acerca de las actitudes, etc., pero la red de categorías que asignan una realidad distintiva a la motivación, la personalidad, las actitudes, etc., ha sido tomada de una comunidad lingüística mucho más amplia de la que los psicólogos son parte. La mayoría de los psicólogos quieren preservar la relevancia de su trabajo para la vida exterior al laboratorio. Para hacer esto deben demostrar correlaciones entre sus categorías científicas y los fenómenos definidos en términos de las categorías comunes de la vida cotidiana. Pero esto supone incorporar mucho del sentido tradicional de las categorías corrientes.
Aunque los psicólogos son convencionales en la definición de sus conceptos teóricos, actúan como un naturalista inocente respecto de los dominios que sus teorías tienen la intención de explicar. Tienden a proceder como si las categorías corrientes representaran clases naturales, como si las distinciones expresadas en sus categorías básicas reflejaran fielmente las divisiones naturales entre los fenómenos psicológicos[iv]. Los debates psicológicas típicamente asumen que hay realmente una clase distintiva de entidad allí afuera que se corresponde exactamente con aquello a lo que nos referimos como una actitud, por ejemplo, y que es naturalmente diferente en su clase de otros tipos de entidades allí afuera para las cuales tenemos diferentes categorías de nombres, como motivos y emociones. Por supuesto, nuestros naturalistas están siempre convencidos de que son las categorías que se volvieron populares en el siglo XX, y no cualquier conjunto de categorías pasadas de moda, las que representan exactamente las clases naturales en las que está dividido el objeto de la psicología. Pero, como vimos en la sección anterior, la existencia de psicologías alternativas fomenta cierto escepticismo acerca de tales conclusiones.
Los psicólogos se han ocupado cuidadosamente de hacer claros y explícitos sus conceptos teóricos. Pero gran parte de este esfuerzo ha resultado inútil por su complacencia respecto de la forma en que los fenómenos psicológicos son categorizados. El significado de estas categorías conlleva una enorme cantidad de supuestos y preconceptos no examinados ni cuestionados. Para el momento en que las teorías psicológicas explícitas son formuladas, la mayor parte del trabajo teórico ya ha tenido lugar – está inserto en las categorías usadas para describir y clasificar los fenómenos psicológicos. Para sacar a la luz este nivel oculto de la teoría, para hacerlo visible, necesitamos un análisis del discurso del que las categorías psicológicas obtienen su sentido.[v] Pero es difícil llevar adelante este análisis no se reconoce una característica fundamental de este discurso, a saber, que es una construcción histórica. Todas las categorías psicológicas han cambiado su significado a lo largo de la historia, y el discurso del cual eran parte también. Para alcanzar una comprensión de estas categorías en uso común en este momento, necesitamos verlas en una perspectiva histórica. Cuando volvemos al origen histórico de estas categorías solemos descubrir que lo que más tarde se volvió oculto y dado por sentado aún permanece abierto y es cuestionable. También descubrimos algunas de las razones por las que fue introducida una nueva categoría y por quién. Este es el tipo de trabajo al que está dedicado este libro.

Historiografía
Observar las categorías psicológicas con una perspectiva histórica se opone directamente a una de las características más profundamente arraigada de la psicología moderna: su ahistoricismo. La historia sólo se admite dentro del discurso psicológico en la forma del desarrollo individual, e incluso en esta forma es comúnmente segregada como un campo separado del resto de la disciplina. En lo que se refiere a la historia en el sentido común, no se considera que tenga significación alguna para la investigación psicológica actual o para sus resultados.
La razón más obvia para esto está basada en la deseada identificación de la psicología con las ciencias naturales.[vi] Se supone que la investigación psicológica está interesada en objetos naturales, no históricos, y se considera que sus métodos son los de las ciencias naturales, no los de la historia. La psicología está comprometida en la investigación de procesos como la cognición, la percepción, la motivación, como fenómenos históricamente invariantes de la naturaleza, no como fenómenos sociales históricamente determinados. En consecuencia, ha favorecido fuertemente el abordaje experimental de las ciencias naturales y ha rechazado los métodos textuales y documentales de la historia. Esto significa que los estudios históricos tienen tan poca relevancia para el trabajo actual en la disciplina psicológica como la historia de la física lo tiene para el trabajo actual en esa ciencia. En ambos casos, el bajo status de la historia se apoya en una creencia implícita en el progreso científico. Si el devenir histórico de la ciencia representa un perfeccionamiento acumulativo del conocimiento, entonces el pasado consiste simplemente en aquello que ha sido superado. La razón principal para ocuparse de él es para celebrar el progreso, para felicitarnos a nosotros mismos por haber llegado a la verdad respecto de la cual el más inteligente de nuestros predecesores sólo pudo hacer conjeturas.
Una característica de esta clase de historiografía es su aceptación sin cuestión de las arraigadas divisiones actuales entre los dominios psicológicos. Se asume que tales divisiones reflejan verdaderamente la estructura real de una naturaleza humana atemporal. De este modo, aunque los escritores anteriores al siglo XX no hayan organizado sus reflexiones acerca de temas como la “inteligencia”, la “personalidad” y la “motivación”, son presentados como habiendo tenido teorías acerca de tales temas. Si se reconocen cambios en tales categorías, la que se sostiene para definir su verdadera naturaleza es su forma presente, de modo que el trabajo antiguo es interesante sólo en tanto que “anticipa” lo que ahora sabemos que es verdadero[vii]. En ese caso, lo único que podemos aprender de la historia es una vieja lección sobre soberbia: podemos ver más allá que nuestros predecesores porque nos paramos “sobre los hombros de gigantes”. Si este va a ser el abordaje de los estudios históricos se puede justificar la duda acerca de su valor, puesto que su única función con respecto a la práctica actual sería la de celebrar.
La antigua historiografía era una expresión de una filosofía positivista que reconoce sólo dos clases de factores en el desarrollo de la ciencia: los fenómenos empíricos y las teorías explícitas que explicarían estos fenómenos. Lo que no estaba reconocido era el factor que ha sido enfatizado aquí, a saber, la organización de ambos, los fenómenos y las teorías por un marco de categorías que incorporan supuestos dados por sentado acerca del objeto que se investiga.
El historiador de la biología francés, Georges Canguilhem, fue quizá el primero en hacer de este reconocimiento la base de su trabajo. Uno de los temas cuya historia investigó Canguilhem fue el del reflejo (Canguilhem, 1955). Pero ¿qué es un reflejo? Claramente, no es una teoría. Ha habido muchas teorías acerca del reflejo pero el reflejo en sí mismo no es una teoría. ¿Es un fenómeno, entonces? Esta es la forma en que la historiografía positivista siempre lo ha tratado. Pero cuando Descartes conjeturó acerca de la mecánica corporal de las reacciones animales ¿estaba abordando el mismo fenómeno que Sherrington observó en su laboratorio de Cambridge dos siglos y medio después? Claramente no. ¿Qué puede conectar a ambos? La solución de Canguilhem fue apuntar a la existencia de una tercera clase de entidad, ni el fenómeno ni la teoría, a la que se refiere como un concepto. El reflejo era un concepto, una forma de agrupar observaciones y de darle una significación particular. En la historia de las ciencias necesitamos centrarnos en los cambios de los conceptos si queremos ir más allá de las superficialidades. De hecho, el análisis de Canguilhem del concepto de reflejo lo llevó a concluir que Descartes no puede ser considerado como quien lo originó y a mostrar exactamente cuándo y por qué este particular mito de origen hizo su aparición.[viii] Otros temas a los que Canguilhem dirigió su atención fueron los de la regulación biológica (1988) y la normalidad (1989). Nuevamente, su investigación histórica estuvo interesada en conceptos que “nos ofrecen la comprensión inicial de un fenómeno que nos permite formular de una forma científicamente útil la pregunta respecto a cómo explicarlo” (Gutting, 1990).
A lo que Canguilhem se refiere como un “concepto” es muy cercano a las “categorías” que conforman el tema del presente volumen.[ix]  Un ejemplo de tal categoría es la de “estímulo”, cuya antigua historia es discutida en el capítulo 4. Como en el caso del reflejo, podemos preguntar, ¿qué es un estímulo? Se pueden tener teorías acerca de cómo actúan los estímulos, pero un estímulo no es una teoría, tampoco es un fenómeno puro. Es un fenómeno interpretado de una determinada manera, un fenómeno con una particular descripción, a saber, como un estímulo. Cualquier fenómeno clasificado como un estímulo también puede ser descripto en términos de alguna otra categoría. La posibilidad de describir algo como un estímulo no siempre existió. Esta categoría hizo su entrada histórica en un determinado momento, y en el curso de su historia subsiguiente experimentó muchos cambios (Danziger, 1992b). Una parte de esa historia es rastreada en el capítulo 4.
Al ignorar el hecho de que las categorías científicas tiene una historia se hace posible evitar preguntas fundamentales. Una forma en la que esto opera es a través de la historia de las especialidades. Producir una historia de la “psicología motivacional”, es una vía excelente de esquivar la historicidad de la categoría de motivación en sí misma. La existencia real, independientemente de cualquier discurso, de divisiones naturales entre fenómenos motivacionales y otros fenómenos es asumida desde el comienzo, y todo lo que permanece es la reconstrucción de algún material histórico que encaje en esta división. Como Markus (1987) ha sugerido, esta clase de historia debería ser considerada como un modo de consolidar consensos entre científicos que no pueden permitirse ni los efectos disruptivos de una controversia persistente acerca de temas fundamentales ni los efectos desmoralizantes del escepticismo acerca de las construcciones intelectuales en las cuales se basa su trabajo.
En el pasado, la historiografía positivista coexistió cómodamente con otra tendencia, derivada de la así llamada historia de las ideas. En ese abordaje, el desarrollo moderno de las especializaciones psicológicas es visto sobre el fondo de parámetros categoriales históricamente permanentes que siempre han dirigido la reflexión psicológica dentro de un número limitado de cauces– dieciocho según R.I.Watson (1971), un prominente representante  de este abordaje en la historiografía de la psicología. Estos cauces son definidos por pares de oposición: funcionalismo vs. estructuralismo, fisicalismo vs. mentalismo, monismo vs. dualismo, etc. Estas polaridades nunca han cambiado, desde Homer hasta B. F. Skinner, lo que cambia históricamente son las normas dominantes que prescriben la posición a ser tomada respecto de las eternas categorías bipolares. Este esquema es meramente un ejemplo extremo de lo que alguna vez fue un abordaje común que de hecho eliminó la historia de las categorías psicológicas negando que tienen una historia.[x]
El ahistoricismo conformó las bases comunes de este abordaje y la historia de las especializaciones con la cual coexistió. Mientras esta última simplemente ignoró la posibilidad de que las categorías psicológicas actuales puedan ser material histórico efímero, aquellos inspirados en la historia de las ideas elevaron tales categorías al status de eternamente dadas. En ambos casos, la historia es reemplazada por el esencialismo. Las categorías actualmente de moda en la psicología americana son tomadas como expresiones de algunas características atemporales que definen la naturaleza humana. Inevitablemente, tal abordaje es víctima de un flagrante localismo que eleva intereses locales y efímeros al status de verdades eternas.
En contraste, este libro comienza con el supuesto de que la esencia de las categorías psicológicas (en la medida en que tengan alguna) radica en su estatus de objetos históricamente construidos. No hay “problemas perennes” conduciendo la historia de la psicología a través de los tiempos (cf. Skinner, 1988ª). En diferentes momentos y en diferentes lugares categorías psicológicas significativas han sido construidas y reconstruidas con la intención de abordar diferentes problemas y para responder a una variedad de preguntas, muchas de ellas no esencialmente psicológicas en absoluto[xi]. La identificación con las ciencias naturales no garantiza ni mucho menos que las categorías psicológicas estén exentas del flujo de la historia. Incluso las categorías de la física son construcciones históricas, como algunos filósofos han observado:
Ya sea el espacio, el tiempo, los cielos estrellados, las fuerzas que mueven los cuerpos o algunos otros objetos de la ciencia, buscaremos en vano por algún significado compartido o común que pueda aplicarse a cualquiera de estos objetos a lo largo de sus respectivas historias  y los cuales como tales, como una línea roja atravesando los cambios en los significados y lentamente ampliándose, pueda servir como el campo común y continuo para todas las teorías científicas consagrada a cualquiera de tales objetos. Fue muy difícil para la humanidad comprender que no se marca el mismo tiempo en todas las partes del mundo. Es quizás aún más difícil de captar que cuando investigamos algún objeto científico, hoy y como existió en el pasado, no estamos necesariamente hablando de una y la misma cosa (Hübner, 1983:123)
Escribir historia no es la misma cosa que explorar la historicidad. Como muestran los ejemplos mencionados de la historiografía de la psicología, es bastante posible escribir la historia de un modo completamente ahistórico. Los individuos y sus ideas se siguen unos a otros en una secuencia extensa, pero las ideas sólo son variaciones en un conjunto finito de temas constantes y todos los individuos toman posiciones respecto del mismo conjunto de cuestiones. La exploración de la historicidad, sin embargo, implica buscar la configuración radical de los temas, las preguntas, e incluso los individuos, por circunstancias históricas particulares. Este libro está mucho más interesado en la historicidad, específicamente, en la historicidad de las categorías psicológicas, que en la escritura de la historia.
Pero ¿cómo se explora la historicidad de las categorías? Aquí es donde entra el lenguaje. Las categorías del discurso científico tienen nombres que las identifican y objetivizan y las sitúan en una red de relaciones semánticas con otras categorías. ¿Puede, entonces, explorarse la historia de las categorías rastreando la historia de sus nombres? Hace veinte años aproximadamente, Raymond Williams (1976) intentó hacer algo en esta dirección en un libro que llamó Palabras clave (1976). Analizó  términos de una importancia fundamental en el debate social y político, términos como “democracia” y “sociedad”. Algunos de estos términos eran psicológicos, “comportamiento” y “personalidad”, por ejemplo. En el caso de “comportamiento” puso de relieve cómo el cambio del siglo XX en el significado de la palabra ha sido en la dirección de suministrar una descripción moralmente neutral de las acciones humanas. Las exploraciones de Williams constituyen un interesante esfuerzo precursor, pero tienen sus limitaciones (Farr, 1989; Skinner, 1988b).
En primer lugar, hay problemas con la identificación de palabra y concepto que está implícita en el abordaje de Williams. ¿No es posible que hubiera un reconocimiento del concepto de democracia, por ejemplo, antes de que la gente tuviera esa palabra? En última instancia, la respuesta a tal pregunta depende de la perspectiva que se tenga respecto del rol del lenguaje. Pero es preferible abordar esa pregunta después, y no antes, de reunir evidencia del desarrollo histórico de las categorías psicológicas[xii]. En extensas partes del presente estudio el problema de la palabra y el concepto apenas aparece. Esto es porque, por lo general, vamos a estar interesados en un caso especial, a saber, el uso de categorías en un contexto disciplinar. El efecto de tal contexto es producir una estandarización convergente de ambos, lenguaje y concepto. Por otra parte, al estudiar la emergencia de las categorías, los cambios en el significado de los términos proveen las mejores pistas que tenemos, como un reconocido historiador ha observado, “el signo más seguro de que un grupo o una sociedad ha incorporado una posesión autoconsciente de un nuevo concepto es que será desarrollado un vocabulario correspondiente, un vocabulario que podrá ser usado entonces para distinguir y discutir el concepto con regularidad” (Skinner, 1988b:120)
El abordaje de las “palabras clave” también conlleva el peligro potencial, al tomar palabras aisladas como su foco, de promover una explicación excesivamente atomística de la historia conceptual. Es importante, entonces, no perder de vista el hecho de que los términos individuales siempre están insertos en una red de relaciones semánticas de la cual derivan su sentido y su significación. En tal red, los cambios en el significado de un término no son independientes de los cambios en el significado de otros términos y la significación de cada término depende de la posición que ocupa en una totalidad mayor que es mejor analizar como una formación discursiva. Con esto quiero decir un lenguaje que constituye un mundo integrado de significados en el cual cada término articula con otros términos para formar un marco coherente que represente una clase de conocimiento que es concebido como verdadero y una clase de práctica que es concebida como legítima.[xiii]
La historia de las categorías como elementos en formaciones discursivas obviamente no puede ser escrita en términos de la historia de los personajes individuales. Un lenguaje tiene su propia historia; es el trabajo de muchos y da cuenta del pensamiento y la práctica de grandes grupos. Nuevamente, hay una diferencia entre las clases de historia que generalmente han sido promovidas por los historiadores de la psicología y la clase de historia llevada a cabo aquí. Justificadamente, cuando los psicólogos dirigen la atención a la historia de su tema, lo hacen con un enfoque de psicólogo que promueve explicaciones centradas en los individuos. Su formación profesional es probable que exagere una ya fuerte tendencia cultural a interpretar hechos sociales y culturales en términos de acciones, pensamientos y personalidades de los individuos. Como gran parte de la psicología social, esta tendencia usualmente está basada en un individualismo implícito que reduce todos los fenómenos sociales a los comportamientos individuales.[xiv] La misma noción de la historia como una historia de formaciones discursivas es extraña a este abordaje. Está más en sintonía con la tendencia historiográfica más reciente como  el “giro lingüístico” en la historia de la ciencia (Golinski, 1990).
El rechazo del individualismo metafísico no significa que toda referencia a los actores individuales históricos debe ser evitada. Una historia del lenguaje psicológico escrita de esta manera probablemente pueda parecer en gran medida un diccionario etimológico. De hecho, esta fue una de las limitaciones del abordaje de las “palabras clave” de Williams. Pudo describir los cambios históricos pero sólo pudo especular acerca de las razones. Para llegar a las razones de los cambios se tienen que relacionar los textos con los actores históricos. Pero esto no significa explicar el texto en términos de la vida personal de su autor. Los autores entran en acción sólo como agentes históricos. A través de sus textos los autores intervienen y se convierten en parte de un proceso histórico en curso. Sus textos pueden hacer algo, pero la significación histórica de lo que hacen no depende de las intenciones personales del autor tanto como de la situación del campo discursivo del cual el texto es parte. Un intelectual historiador reconocido ha expresado esto del siguiente modo:
Cuando preguntamos acerca de la “intención” de un autor, estamos, fundamentalmente, buscando evidencia, no acerca de su estado mental mientras escribió un trabajo particular, sino acerca de determinadas características objetivas de su texto, y especialmente acerca de su relación a un complejo dado de otros textos. Estamos haciendo preguntas, en síntesis, acerca de las características situacionales de un texto en este campo. (Ringer, 1990:271)
En los capítulos que siguen habrá muchas referencias a las contribuciones individuales consideradas como elementos de las formaciones discursivas, no como elementos en biografías personales.

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